lunes, 28 de abril de 2014

Juan Pablo II nunca será santo: 8 razones

Ciudad de México (apro).- La Iglesia católica podrá decir lo que quiera: Juan Pablo II no fue un santo.
El pasado 1 de octubre, el papa Francisco dio a conocer que Karol Wojtyla (1920-2005) y Juan XXIII (1881-1963) serán canonizados el 27 de abril de 2014. La noticia fue justamente relegada por la crisis meteorológica que vive México. Sin embargo, es de capital importancia discutirla: habla de los ideales de sociedad que buscamos, de lo que entendemos por libertad, justicia, respeto y ciencia (Proceso 1798).
Juan Pablo II no puede ser un ejemplo. Más allá de que ordenaba creer en cosas de las que no hay una sola prueba (dios o los dogmas) y de que exigió obediencia ciega desde el último estado teocrático de Occidente, el polaco vejó valores humanistas y democráticos. Los siguientes párrafos explican por qué no puede ser santo.
Protección a Marcial Maciel y a los curas pederastas
Su omisión a la hora de denunciar a curas pederastas (muy notoriamente el mexicano Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo) no sólo es falta de santidad, sino un delito.
Durante años, centenas de víctimas escribieron directamente a Juan Pablo II para denunciar las violaciones y estupros que habían sufrido por parte de sacerdotes. Le daban fechas, nombres y versiones coherentes. Cerró los ojos, y siguió aceptando el dinero que venía de los Legionarios y organizaciones parecidas.
Otro caso fue el del otrora cardenal de Boston Bernard Law, que fue demandado 450 veces por encubrir a sacerdotes pedófilos. En 2002, tras entrevistarse con Juan Pablo II, renunció a su arzobispado… pero fue cobijado por la Iglesia, que lo hizo responsable de una de las parroquias más hermosas e importantes del mundo: Santa Maria Maggiore, en Roma. Apenas en marzo pasado el papa Francisco lo removió.
Apoyo a las dictaduras
Otro de los magnos pecados del carismático Juan Pablo II. Las palabras de rechazo que tenía para los homosexuales o para quienes usan condón no las tuvo contra Pinochet o Fidel Castro.
En 1987, Wojtyla fue a Chile. Y el 2 de abril, junto al golpista Pinochet, salió al balcón principal del Palacio presidencial de la Moneda a saludar a la multitud. Años después, el secretario personal del papa, Estanislao Dziwisz, dijo que el pontífice había sido tomado por sorpresa y obligado a salir junto al dictador. Es lo de menos, ni ahí ni nunca rechazó la dictadura, que dejó unos 30 mil muertos.
El abaratamiento de las canonizaciones
Juan Pablo II dictó las reglas gracias a las cuales, ahora, califica para ser santo: vivir los valores católicos en grado heroico y haber realizado dos milagros. Rebajó la cantidad de milagros requeridos y, lo más importante, derogó la figura conocida como “abogado del diablo”, que era el encargado de investigar a profundidad la vida del beato y buscar si perpetró iniquidades en vida. Ahora sólo se puede hablar bien del candidato a santo. Paralelamente, el tiempo para canonizar se acortó. Transcurrirán sólo siete años de la muerte de Wojtyla a su entronización a los altares. Antes se requerían al menos 30 años, para poder observar el legado de la persona con perspectiva histórica.
La suciedad irresoluta del banco Ambrosiano
Antes de que Juan Pablo II asumiera el papado (1978) comenzó el escándalo del banco Ambrosiano: lavado de dinero, fraude, vinculación con la mafia y hasta venta de armas en la que estaban inmiscuidos los directivos del Banco Vaticano y sacerdotes de la curia.
Juan Pablo II no pudo o no quiso solucionar el caso (de hecho, quienes estaban detenidos fueron hallados inocentes en 2007).
El asunto es harto importante por dos razones: analistas indicaron que la muerte de Juan Pablo I en 1978 (antecesor de Wojtyla) podía estar relacionada con el Ambrosiano. La otra razón es que el desastre financiero que implicó no se ha solventado. Incluso, una de las últimas decisiones del entonces papa Benedicto XVI —nombrar un nuevo director del nuevo banco Vaticano— muy probablemente estuvo relacionada con su renuncia al pontificado, si se da crédito a los documentos de Vatileaks.
Ataque contra los teólogos disidentes
Juan Pablo II atacó con todo la Teología de la Liberación, que afirmaba que no hay iglesia sin el pueblo (lo que debería ser una redundancia, pues en griego “ekklesía” significa comunidad, reunión, pueblo…). Aseguraba también que el reino de Dios también puede ser de este mundo y que los sacerdotes deben vivir, acompañar y ser pobres. La Congregación de la Doctrina de la Fe (entonces liderada por Joseph Ratzinger) condenó al ostracismo a algunos de los más eximios representantes de esta escuela: Leonardo Boff, Jon Sobrino, Camilo Torres y Samuel Ruiz.
Otro caso es el del Hans Küng, quien sin ser teólogo de la liberación era considerado progresista. También a él se le prohibió dar clases.
Intromisión en asuntos de otros gobiernos
El Vaticano es un país. Y el papa, un jefe de Estado (absolutista). En este sentido se espera que respete a la comunidad internacional. Arguyendo su misión divina se metió en asuntos mundanos, para obtener ventajas políticas y económicas.
México es un ejemplo. En 1992 presionó para que se minara el Estado laico. Maniobró para que se revirtiera una parte central de las Leyes de Reforma y se otorgaran derechos políticos y de posesión a los sacerdotes y a las iglesias. Wojtyla  incluso permitió que los obispos mexicanos amenazaran con una huelga de cultos, igual a la que desencadenó la Guerra Cristera.
Pero un caso paradigmático ocurrió en 1983, cuando Juan Pablo II visitó Nicaragua. Había triunfado la revolución sandinista, y entre los ministros del nuevo gobierno estaba el sacerdote Ernesto Cardenal, que ocupaba la cartera de Cultura. Durante el acto protocolario de bienvenida y en una transmisión en vivo, Wojtyla regañó al secretario de Estado por sostener postulados apóstatas y lo urgió a que “regularizara su situación”.
Las palabras que no tuvo contra Pinochet las tuvo contra Cardenal.
Más poder a los poderosos
Juan Pablo II solía criticar los grandes problemas del mundo, pero sin señalar culpables con nombre y apellido. Jamás denunció, por ejemplo, a ninguna trasnacional explotadora ni se confrontó con los grandes acaparadores de capital.
Lo mismo hizo hacia dentro del Vaticano: fortaleció a su séquito, que se empoderó de la institución y la burocratizó a niveles colosales. En ese marasmo se perdían solicitudes de ayuda, denuncias de nepotismo y solicitudes de los católicos de base. Este problema les estalló a Ratzinger y a Bergoglio. Éste último creó una comisión para indagar a profundidad y renovar ese entramado. Hasta el momento calculan 58 recomendaciones.
Ataque a los derechos sexuales
Cuando Juan Pablo II subió al pontificado rechazaba el condón; no existía el sida. Tres años después, cuando se detectaron los primeros casos de VIH, siguió rechazando el preservativo. Cuando se convirtió en una pandemia, continuó repudiando al condón. “Él probablemente contribuyó más a la propagación de la enfermedad que la industria del transporte terrestre y la prostitución juntos”, asentó la revista londinense New Statesman. El articulista Nicholas Kristoff, de The New York Times, consideró que arremeter contra el preservativo era uno de los peores errores en la historia de la iglesia.
La homosexualidad fue otro de sus temas predilectos: es un pecado, afirmó, y punto.
El rechazo a que las mujeres decidieran sobre su cuerpo también fue uno de sus postulados. Ni hablar de incorporarlas a puestos de dirección en la curia u ordenarlas sacerdotes (aunque la Biblia no haga la menor restricción al respecto).
Abominó también de las relaciones sexuales prematrimoniales y de la masturbación, sin atender a los argumentos científicos o sociales. Y lo mismo con su fijación por el celibato sacerdotal, una represión que se ha comprobado que puede fomentar el abuso contra menores.
Ese hombre será santo, sin serlo.
Twitter: @JCOrtegaPrado
juan.ortega@proceso.com.mx

miércoles, 23 de abril de 2014

Discurso íntegro de Elena Poniatowska luego de recibir el Premio Cervantes de literatura



Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor Ministro de Educación, Cultura y Deporte, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, Señor Presidente de la Comunidad de Madrid, Señor Alcalde de esta ciudad, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas, amigos, señores y señoras.
Soy la cuarta mujer en recibir el Premio Cervantes, creado en 1976. (Los hombres son treinta y cinco.) María Zambrano fue la primera y los mexicanos la consideramos nuestra porque debido a la Guerra Civil Española vivió en México y enseñó en la Universidad Nicolaíta en Morelia, Michoacán.
Simone Weil, la filósofa francesa, escribió que echar raíces es quizá la necesidad más apremiante del alma humana. En María Zambrano, el exilio fue una herida sin cura, pero ella fue una exiliada de todo menos de su escritura.
La más joven de todas las poetas de América Latina en la primera mitad del siglo XX, la cubana Dulce María Loynaz, segunda en recibir el Cervantes, fue amiga de García Lorca y hospedó en su finca de La Habana a Gabriela Mistral y a Juan Ramón Jiménez. Años más tarde, cuando le sugirieron que abandonara la Cuba revolucionaria respondió que cómo iba a marcharse si Cuba era invención de su familia.
A Ana María Matute, la conocí en El Escorial en 2003. Hermosa y descreída, sentí afinidad con su obsesión por la infancia y su imaginario riquísimo y feroz.
María, Dulce María y Ana María, las tres Marías, zarandeadas por sus circunstancias, no tuvieron santo a quién encomendarse y sin embargo, hoy por hoy, son las mujeres de Cervantes, al igual que Dulcinea del Toboso, Luscinda, Zoraida y Constanza. A diferencia de ellas, muchos dioses me han protegido porque en México hay un dios bajo cada piedra, un dios para la lluvia, otro para la fertilidad, otro para la muerte. Contamos con un dios para cada cosa y no con uno solo que de tan ocupado puede equivocarse.
Del otro lado del océano, en el siglo XVII la monja jerónima Sor Juana Inés de la Cruz supo desde el primer momento que la única batalla que vale la pena es la del conocimiento. Con mucha razón José Emilio Pacheco la definió: “Sor Juana/ es la llama trémula/ en la noche de piedra del virreinato”.
Su respuesta a Sor Filotea de la Cruz es una defensa liberadora, el primer alegato de una intelectual sobre quien se ejerce la censura. En la literatura no existe otra mujer que al observar el eclipse lunar del 22 de diciembre de 1684 haya ensayado una explicación del origen del universo. Ella lo hizo en los 975 versos de su poema “Primero sueño”. Dante tuvo la mano de Virgilio para bajar al infierno, pero nuestra Sor Juana descendió sola y al igual que Galileo y Giordano Bruno fue castigada por amar la ciencia y reprendida por prelados que le eran harto inferiores.
Sor Juana contaba con telescopios, astrolabios y compases para su búsqueda científica. También dentro de la cultura de la pobreza se atesoran bienes inesperados. Jesusa Palancares, la protagonista de mi novela- testimonio “Hasta no verte Jesús mío”, no tuvo más que su intuición para asomarse por la única apertura de su vivienda a observar el cielo nocturno como una gracia sin precio y sin explicación posible. Jesusa vivía a la orilla del precipicio, por lo tanto el cielo estrellado en su ventana era un milagro que intentaba descifrar. Quería comprender por qué había venido a la Tierra, para qué era todo eso que la rodeaba y cuál podría ser el sentido último de lo que veía. Al creer en la reencarnación estaba segura de que muchos años antes había nacido como un hombre malo que desgració a muchas mujeres y ahora tenía que pagar sus culpas entre abrojos y espinas.
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Mi madre nunca supo qué país me había regalado cuando llegamos a México, en 1942, en el “Marqués de Comillas”, el barco con el que Gilberto Bosques salvó la vida de tantos republicanos que se refugiaron en México durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas. Mi familia siempre fue de pasajeros en tren: italianos que terminan en Polonia, mexicanos que viven en Francia, norteamericanas que se mudan a Europa. Mi hermana Kitzia y yo fuimos niñas francesas con un apellido polaco. Llegamos “a la inmensa vida de México” —como diría José Emilio Pacheco—, al pueblo del sol. Desde entonces vivimos transfiguradas y nos envuelve entre otras encantaciones, la ilusión de convertir fondas en castillos con rejas doradas.
Las certezas de Francia y su afán por tener siempre la razón palidecieron al lado de la humildad de los mexicanos más pobres. Descalzos, caminaban bajo su sombrero o su rebozo. Se escondían para que no se les viera la vergüenza en los ojos. Al servicio de los blancos, sus voces eran dulces y cantaban al preguntar: “¿No le molestaría enseñarme cómo quiere que le sirva?”
Aprendí el español en la calle, con los gritos de los pregoneros y con unas rondas que siempre se referían a la muerte. “Naranja dulce,/ limón celeste,/ dile a María/ que no se acueste./ María, María/ ya se acostó,/ vino la muerte/y se la llevó”. O esta que es aún más aterradora: “Cuchito, cuchito/ mató a su mujer/ con un cuchillito/ del tamaño de él./ Le sacó las tripas/ y las fue a vender./ —¡Mercarán tripitas/ de mala mujer!”
Todavía hoy se mercan las tripas femeninas. El pasado 13 de abril, dos mujeres fueron asesinadas de varios tiros en la cabeza en Ciudad Juárez, una de 15 años y otra de 20, embarazada. El cuerpo de la primera fue encontrado en un basurero.
Recuerdo mi asombro cuando oí por primera vez la palabra “gracias” y pensé que su sonido era más profundo que el “merci” francés. También me intrigó ver en un mapa de México varios espacios pintados de amarillo marcados con el letrero: “Zona por descubrir”. En Francia, los jardines son un
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pañuelo, todo está cultivado y al alcance de la mano. Este enorme país temible y secreto llamado México, en el que Francia cabía tres veces, se extendía moreno y descalzo frente a mi hermana y a mí y nos desafiaba: “Descúbranme”. El idioma era la llave para entrar al mundo indio, el mismo mundo del que habló Octavio Paz, aquí en Alcalá de Henares en 1981, cuando dijo que sin el mundo indio no seríamos lo que somos.
¿Cómo iba yo a transitar de la palabra París a la palabra Parangaricutirimicuaro? Me gustó poder pronunciar Xochitlquetzal, Nezahualcóyotl o Cuauhtémoc y me pregunté si los conquistadores se habían dado cuenta quiénes eran sus conquistados.
Quienes me dieron la llave para abrir a México fueron los mexicanos que andan en la calle. Desde 1953, aparecieron en la ciudad muchos personajes de a pie semejantes a los que don Quijote y su fiel escudero encuentran en su camino, un barbero, un cuidador de cabras, Maritornes la ventera. Antes, en México, el cartero traía uniforme cepillado y gorra azul y ahora ya ni se anuncia con su silbato, solo avienta bajo la puerta la correspondencia que saca de su desvencijada mochila. Antes también el afilador de cuchillos aparecía empujando su gran piedra montada en un carrito producto del ingenio popular, sin beca del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, y la iba mojando con el agua de una cubeta. Al hacerla girar, el cuchillo sacaba chispas y partía en el aire los cabellos en dos; los cabellos de la ciudad que en realidad no es sino su mujer a la que le afila las uñas, le cepilla los dientes, le pule las mejillas, la contempla dormir y cuando la ve vieja y ajada le hace el gran favor de encajarle un cuchillo largo y afilado en su espalda de mujer confiada. Entonces la ciudad llora quedito, pero ningún llanto más sobrecogedor que el lamento del vendedor de camotes que dejó un rayón en el alma de los niños mexicanos porque el sonido de sus carritos se parece al silbato del tren que detiene el tiempo y hace que los que abren surcos en la milpa levanten la cabeza y dejen el azadón y la pala para señalarle a su hijo: “Mira el tren, está pasando el tren, allá va el tren; algún día, tú viajarás en tren”.
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Tina Modotti llegó de Italia pero bien podría considerarse la primera fotógrafa mexicana moderna. En 1936, en España cambió de profesión y acompañó como enfermera al doctor Norman Bethune a hacer las primeras transfusiones de sangre en el campo de batalla. Treinta y ocho años más tarde, Rosario Ibarra de Piedra se levantó en contra de una nueva forma de tortura, la desaparición de personas. Su protesta antecede al levantamiento de las Madres de Plaza de Mayo con su pañuelo blanco en la cabeza por cada hijo desaparecido. “Vivos los llevaron, vivos los queremos”.
La última pintora surrealista, Leonora Carrington pudo escoger vivir en Nueva York al lado de Max Ernst y el círculo de Peggy Guggenheim pero, sin saber español, prefirió venir a México con el poeta Renato Leduc, autor de un soneto sobre el tiempo que pienso decirles más tarde si me da la vida para tanto.
Lo que se aprende de niña permanece indeleble en la conciencia y fui del castellano colonizador al mundo esplendoroso que encontraron los conquistadores. Antes de que los Estados Unidos pretendieran tragarse a todo el continente, la resistencia indígena alzó escudos de oro y penachos de plumas de quetzal y los levantó muy alto cuando las mujeres de Chiapas, antes humilladas y furtivas, declararon en 1994 que querían escoger ellas a su hombre, mirarlo a los ojos, tener los hijos que deseaban y no ser cambiadas por una garrafa de alcohol. Deseaban tener los mismos derechos que los hombres.
“¿Quien anda ahí?” “Nadie”, consignó Octavio Paz en “El laberinto de la soledad”. Muchos mexicanos se ningunean. “No hay nadie” —contesta la sirvienta. “¿Y tú quien eres?” “No, pues nadie”. No lo dicen para hacerse menos ni por esconderse sino porque es parte de su naturaleza. Tampoco la naturaleza dice lo que es ni se explica a sí misma, simplemente estalla. Durante el terremoto de 1985, muchos jóvenes punk de esos que se pintan los ojos de negro y el pelo de rojo, con chalecos y brazaletes cubiertos de estoperoles y clavos arribaban a los lugares siniestrados, edificios convertidos en sándwich, y pasaban la noche entera con picos y palas para sacar
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escombros que después acarreaban en cubetas y carretillas. A las cinco de la mañana, ya cuando se iban, les pregunté por su nombre y uno de ellos me respondió: “Pues póngame nomás Juan”, no sólo porque no quería singularizarse o temiera el rechazo sino porque al igual que millones de pobres, su silencio es también un silencio de siglos de olvido y de marginación.
Tenemos el dudoso privilegio de ser la ciudad más grande del mundo: casi 9 millones de habitantes. El campo se vacía, todos llegan a la capital que tizna a los pobres, los revuelca en la ceniza, les chamusca las alas aunque su resistencia no tiene límites y llegan desde la Patagonia para montarse en el tren de la muerte llamado “La Bestia” con el sólo fin de cruzar la frontera de Estados Unidos.
En 1979, Marta Traba publicó en Colombia una “Homérica Latina” en la que los personajes son los perdedores de nuestro continente, los de a pie, los que hurgan en la basura, los recogedores de desechos de las ciudades perdidas, las multitudes que se pisotean para ver al Papa, los que viajan en autobuses atestados, los que se cubren la cabeza con sombreros de palma, los que aman a Dios en tierra de indios. He aquí a nuestros personajes, los que llevan a sus niños a fotografiar ya muertos para convertirlos en “angelitos santos”, la multitud que rompe las vallas y desploma los templetes en los desfiles militares, la que de pronto y sin esfuerzo hace fracasar todas las mal intencionadas políticas de buena vecindad, esa masa anónima, oscura e imprevisible que va poblando lentamente la cuadrícula de nuestro continente; el pueblo de las chinches, las pulgas y las cucarachas, el miserable pueblo que ahora mismo deglute el planeta. Y es esa masa formidable la que crece y traspasa las fronteras, trabaja de cargador y de mocito, de achichincle y lustrador de zapatos —en México los llamamos boleros—. El novelista José Agustín declaró al regresar de una universidad norteamericana: “Allá, creen que soy un limpiabotas venido a más”. Habría sido mejor que dijera “un limpiabotas venido a menos”. Todos somos venidos a menos, todos menesterosos, en reconocerlo está nuestra fuerza. Muchas veces me he preguntado si esa gran masa que viene caminando lenta e inexorablemente desde la Patagonia a Alaska se pregunta hoy por hoy en qué grado depende
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de los Estados Unidos. Creo más bien que su grito es un grito de guerra y es avasallador, es un grito cuya primera batalla literaria ha sido ganada por los chicanos.
Los mexicanos que me han precedido son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos Fuentes en 1987, Sergio Pitol en 2005 y José Emilio Pacheco en 2009. Rosario Castellanos y María Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así como a José Revueltas. Sé que ahora los siete me acompañan, curiosos por lo que voy a decir, sobre todo Octavio Paz.
Ya para terminar y porque me encuentro en España, entre amigos quisiera contarles que tuve un gran amor “platónico” por Luis Buñuel porque juntos fuimos al Palacio Negro de Lecumberri —cárcel legendaria de la ciudad de México—, a ver a nuestro amigo Álvaro Mutis, el poeta y gaviero, compañero de batallas de nuestro indispensable Gabriel García Márquez. La cárcel, con sus presos reincidentes llamados “conejos”, nos acercó a una realidad compartida: la de la vida y la muerte tras los barrotes.
Ningún acontecimiento más importante en mi vida profesional que este premio que el jurado del Cervantes otorga a una Sancho Panza femenina que no es Teresa Panza ni Dulcinea del Toboso, ni Maritornes, ni la princesa Micomicona que tanto le gustaba a Carlos Fuentes, sino una escritora que no puede hablar de molinos porque ya no los hay y en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan.
Niños, mujeres, ancianos, presos, dolientes y estudiantes caminan al lado de esta reportera que busca, como lo pedía María Zambrano, “ir más allá de la propia vida, estar en las otras vidas”.
Por todas estas razones, el premio resulta más sorprendente y por lo tanto es más grande la razón para agradecerlo.
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El poder financiero manda no sólo en México sino en el mundo. Los que lo resisten, montados en Rocinante y seguidos por Sancho Panza son cada vez menos. Me enorgullece caminar al lado de los ilusos, los destartalados, los candorosos.
A mi hija Paula, su hija Luna, aquí presente, le preguntó: —Oye mamá, ¿y tú cuántos años tienes?
Paula le dijo su edad y Luna insistió:
—¿Antes o después de Cristo?
Es justo aclararle hoy a mi nieta, que soy una evangelista después de Cristo, que pertenezco a México y a una vida nacional que se escribe todos los días y todos los días se borra porque las hojas de papel de un periódico duran un día. Se las lleva el viento, terminan en la basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi padre las usaba para prender la chimenea. A pesar de esto, mi padre preguntaba temprano en la mañana si había llegado el “Excélsior”, que entonces dirigía Julio Scherer García y leíamos en familia. Frida Kahlo, pintora, escritora e ícono mexicano dijo alguna vez: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”.
A diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ese es el sentido que he querido darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y regresar con Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero femenino, premios a los jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014, día internacional del libro, lleguen a Alcalá de Henares.
En los últimos años de su vida, el astrónomo Guillermo Haro repetía las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Observaba durante horas a una jacaranda florecida y me hacía notar “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando”. Esa certeza del estrellero también la he hecho mía, como siento mías las jacarandas que cada año cubren las aceras de México con una alfombra morada que es la de la cuaresma, la muerte y la resurrección.
Muchas gracias por escuchar.

jueves, 17 de abril de 2014

Así lo contaba el Gabo

Por un país al alcance de los niños

En la ceremonia de entrega del informe de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, el jueves pasado en el palacio de Nariño, el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, pronunció las siguientes palabras:
Los primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto de los pájaros, se mareaban con la pureza de los olores y agotaron en pocos años una especie exquisita de perros mudos que los indígenas criaban para comer. Muchos de ellos, y otros que llegarían después, eran criminales rasos en libertad condicional, que no tenían más razones para quedarse. Menos razones tendrían muy pronto los nativos para querer que se quedaran.
Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los reyes de España para el emperador de China, había descubierto aquel paraíso por un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La víspera de su llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves en la oscuridad del océano, había percibido en el viento una fragancia de flores de la tierra que le pareció la cosa más dulce del mundo. En su diario de a bordo escribió que los nativos los recibieron en la playa como sus madres los parieron, que eran hermosos y de buena índole, y tan cándidos de natura, que cambiaban cuanto tenían por collares de colores y sonajas de latón. Pero su corazón perdió los estribos cuando descubrió que sus narigueras eran de oro, al igual que las pulseras, los collares, los aretes y las tobilleras; que tenían campanas de oro para jugar, y que algunos ocultaban sus vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y no sus valores humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo génesis que empezaba aquel día.
Muchos de ellos murieron sin saber de dónde habían venido los invasores. Muchos de éstos murieron sin saber dónde estaban. Cinco siglos después, los descendientes de ambos no acabamos de saber quiénes somos.
Era un mundo más descubierto de lo que se creyó entonces. Los incas, con 10 millones de habitantes, tenían un estado legendario bien constituido con ciudades monumentales en las cumbres andinas para tocar al dios solar. Tenían sistemas magistrales de cuenta y razón, y archivos y memorias de uso popular, que sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un culto laborioso de las artes públicas, cuya obra magna fue el jardín del palacio imperial, con árboles y animales de oro y plata en tamaño natural. Los aztecas y los mayas habían plasmado su conciencia histórica en pirámides sagradas entre volcanes acezantes, y tenían emperadores clarividentes y artesanos sabios que desconocían el uso industrial de la rueda, pero la utilizaban en los juguetes de los niños.
En la esquina de los dos grandes océanos se extendían 40.000 leguas cuadradas que Colón entrevió apenas en su cuarto viaje, y que hoy lleva su nombre: Colombia. Lo habitaban desde hacía unos 12.000 años varias comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas distintas, y con sus identidades propias bien definidas. No tenían una noción de Estado, ni unidad política entre ellas, pero habían descubierto el prodigio político de vivir como iguales en las diferencias. Tenían sistemas antiguos de ciencia y educación, y una rica cosmología vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros inspirados. Su madurez creativa se había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana -que tal vez sea el destino superior de las artes- y lo consiguieron con aciertos memorables, tanto en los utensilios domésticos como en el modo de ser. El oro y las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un poder cosmológico y artístico, pero los españoles los vieron con los ojos de Occidente: oro y piedras preciosas de sobra para dejar sin oficio a los alquimistas y empedrar los caminos del cielo con doblones de a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la Conquista y la Colonia, y el origen real de lo que somos.
Tuvo que transcurrir un siglo para que los españoles conformaran el estado colonial, con un solo nombre, una sola lengua y un solo dios. Sus límites y su división política de 12 provincias eran semejantes a los de hoy. Esto dio por primera vez la noción de un país centralista y burocratizado, y creó la ilusión de una unidad nacional en el sopor de la Colonia. Ilusión pura, en una sociedad que era un modelo oscurantista de discriminación racial y violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los tres o cuatro millones de indios que encontraron los españoles estaban reducidos a un millón por la crueldad de los conquistadores y las enfermedades desconocidas que trajeron consigo. Pero el mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible. Los miles de esclavos africanos, traídos por la fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas, habían aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de imaginación y nostalgia, y otros dioses remotos. Pero las leyes de Indias habían impuesto patrones milimétricos de segregación según el grado de sangre blanca dentro de cada raza: mestizos de distinciones varias, negros esclavos, negros libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse hasta 18 grados de mestizos, y los mismos blancos españoles segregaron a sus propios hijos como blancos criollos.
Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios públicos, o para ingresar en colegios y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive de un alma; no tenían derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro generaciones de blancos. Semejantes leyes no pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los negros, iguales en la ley, padecen todavía de muchas discriminaciones, además de las propias de la pobreza.
La generación de la Independencia perdió la primera oportunidad de liquidar esa herencia abominable. Aquella pléyade de jóvenes románticos, inspirados en las luces de la Revolución Francesa, instauró una república moderna de buenas intenciones, pero no logró eliminar los residuos de la Colonia. Ellos mismos no estuvieron a salvo de su hados maléficos. Simón Bolívar, a los 35 años, había dado la orden de ejecutar 800 prisioneros españoles, inclusive a los enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a los 28, hizo fusilar a los prisioneros de la batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los buenos propósitos de la república propiciaron de soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos, obreros y artesanos y otros grupos marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX no fue ajena a esas desigualdades, como no lo fueron las numerosas conmociones políticas y civiles que han dejado un rastro de sangre a lo largo de nuestra historia. Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese destino funesto, a suplir los vacíos de nuestra condición cultural y social, y a buscar a tientas nuestra identidad. Uno es el don de la creatividad, expresión superior de la inteligencia humana. El otro es una arrasadora determinación de ascenso personal. Ambos ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan útil para el bien como para el mal, fueron un recurso providencial de los indígenas contra los españoles desde el día mismo del desembarco. Para quitárselos de encima, mandaron a Colón de isla en isla, siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro que no había existido nunca. A los conquistadores convencidos por las novelas de caballería los engatusaron con descripciones de ciudades fantásticas construidas en oro puro. A todos los descaminaron con la fábula de El Dorado mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada con el cuerpo empolvado de oro. Tres obras maestras de una epopeya nacional, utilizadas por los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de esos talentos precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria para asimilarnos con rapidez a cualquier medio y aprender sin dolor los oficios más disímiles: fakires en la India, camelleros en el Sáhara o maestros de inglés en Nueva York.
Del lado hispánico, en cambio, tal vez nos venga el ser emigrantes congénitos con un espíritu de aventura que no elude los riesgos. Todo lo contrario: los buscamos. De unos cinco millones de colombianos que viven en el exterior, la inmensa mayoría se fue a buscar fortuna sin más recursos que la temeridad, y hoy están en todas partes, por las buenas o por las malas razones, haciendo lo mejor o lo peor, pero nunca inadvertidos. La cualidad con que se les distingue en el folclor del mundo entero es que ningún colombiano se deja morir de hambre. Sin embargo, la virtud que más se les nota es que nunca fueron tan colombianos como al sentirse lejos de Colombia.
Así es. Han asimilado las costumbres y las lenguas de otros como las propias, pero nunca han podido sacudirse del corazón las cenizas de la nostalgia, y no pierden ocasión de expresarlo con toda clase de actos patrióticos para exaltar lo que añoran de la tierra distante, inclusive sus defectos. En ciudades menos pensadas de cualquier país puede encontrarse a la vuelta de una esquina la reproducción en vivo de una calle cualquiera de Colombia: las casas de colores intensos, la fonda con el nombre de la ciudad amada, el salón de cine en español, la escuela 20 de Julio junto a la cantina 7 de Agosto con sus chorros de músicas enloquecidas, la plaza de árboles polvorientos todavía con las guirnaldas de papel del último viernes fragoroso.
La paradoja es que estos conquistadores nostálgicos, como sus antepasados, nacieron en un país de puertas cerradas. Los libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de Inglaterra y Francia, a las doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancaster, al aprendizaje de las lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes, para borrar los vicios de una España más papista que el Papa y todavía escaldada por el acoso financiero de los judíos y por 800 años de ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX, y más tarde la Generación del Centenario, volvieron a proponérselo con políticas de inmigraciones masivas para enriquecer la cultura del mestizaje, pero unas y otras se frustraron por un temor casi teológico de los demonios exteriores. Aún hoy estamos lejos de imaginar cuánto dependemos del vasto mundo que ignoramos.
Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan. Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos. Pues nos complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca a la Colombia en que vivimos, sino que Colombia termine por parecerse a su historia escrita.
Por lo mismo, nuestra educación conformista y represiva parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas, y contraría la imaginación, la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y sólo en eso.
Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor y en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos. Somos intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos como un desastre aéreo. Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo pierde el corazón.
Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia. En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo. Amamos a los perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos de amor por la patria, pero ignoramos la desaparición de seis especies animales cada hora del día y de la noche por la devastación criminal de los bosques tropicales, y nosotros mismos hemos destruido sin remedio uno de los grandes ríos del planeta. Nos indigna la mala imagen del país en el exterior, pero no nos atrevemos a admitir que la realidad es peor. Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos dementes, de funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos seamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso -y Dios nos libre- todos somos capaces de todo.
Tal vez una reflexión más profunda nos permitiría establecer hasta qué punto este modo de ser nos viene de que seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y ensimismada de la Colonia. Tal vez una más serena nos permitiría descubrir que nuestra violencia histórica es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna contra la adversidad. Tal vez estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el 40 por ciento de la población malvive en la miseria, y nos ha fomentado una noción instantánea y resbaladiza de la felicidad: queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía imposible, mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos como sea: aun contra la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un individualismo solitario por el que cada uno de nosotros piensa que sólo depende de sí mismo. Razones de sobra para seguir preguntándonos quiénes somos, y cuál es la cara con que queremos ser reconocidos en el tercer milenio.
La Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo no ha pretendido una respuesta, pero ha querido diseñar una carta de navegación que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética -y tal vez una estética- para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes a la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de nuestro tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas. Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía. Por el país próspero y justo que soñamos: al alcance de los niños.

martes, 8 de abril de 2014

María Félix reniega de ser sonorense


Ciudad de México, 8 de abril (AN).-100 años del nacimiento de María Félix y 12 de su muerte (8 de abril 1914-8 de abril 2002), recuperamos esta entrevista con la actriz, imagen del cine mexicano de la Época de Oro, en la  que habla de sí misma, de la construcción de su imagen-leyenda; de sus hombres; de la cultura, el poder, y de la ciudad de México que quería.
La entrevista fue publicada en el viejo diario unomásuno por la periodista Alegría Martínez, editora de la sección de Cultura de ese diario, en ese entonces.
Aquí la conversación:
“No soy un mito, soy una realidad”: María Félix
Por Alegría Martínez
Periódico unomásuno
Cultura, 16 de noviembre de 1993
Yo no soy un mito, soy una realidad. Mi éxito es la gente, el pueblo mexicano que es bueno, dulce, maravilloso, pero a los periodistas les digo ¡merde!
Aburrida de “tantas entrevistas estúpidas” que le han hecho, María Félix dice que los periodistas sólo tienen insultos para ella, y algunos “comen caliente” gracias a su nombre.
La actriz, que regresó a su país a hacerle justicia al genio de Agustín Lara, y a quien aún le falta quitar “esa horrible cosa amarilla” que han puesto en la Avenida Juárez (se refería alCaballito del escultor Sebastián), nació bajo el sol y está en la cumbre porque nunca le ha faltado dinero, hombres ni belleza.
“Yo nunca soñé estar en la cumbre. Parece falta de modestia, pero yo no tengo ese sentimiento, no lo conozco porque siempre me fue bien. No he sufrido para tener dinero, hombres ni belleza, ¡eso es cumbre! Para lo único que he sufrido es para aprender, porque yo no sabía nada. Por eso hablan tanto.
“Soy una improvisada. Nada sabía de cine, sólo me eché encima un carácter y un estilo. La gente lucha para hacerse un lugar bajo el sol. Yo nací bajo el sol. Toda mi vida he tenidobuena salud y he contestado, me he defendido de los insultos.  He tenido éxito desde que nací. Nunca pensé en cumbres, éxitos ni nada, todo lo he tenido a manos llenas porque así me ha llegado, pero he tenido dos cosas: disciplina y ganas de aprender todo lo que puedo; desde rasgar un poquito la guitarra, y así, cuando llego a estar solita hasta me canto una canción, pero siempre he vivido con gente inteligente, no entiendo a los pendejos, esos son ultraterrestres.”
¿Qué ha dejado María en el camino al no poder retornar a la vida tranquila y anónima?
–Estoy acostumbrada ya. Para mí la calle no existe, para nada. Existe mi casa de Cuernavaca y mi coche donde doy muchas vueltas, aunque aquí me quitaron mis palmeras centenarias de Mississippi que se murieron; imagínese cuánto van a tardar en salir otras. El regente de esta ciudad tenía amor por los “arbolitos” y entonces se quitaron todos los árboles. París me gusta porque salgo a pie, allá camino, aquí no, porque soy como parte de esta ciudad. No me parece malo, pero es cortarle a un ser humano la libertad y la posibilidad de ver la vida de otra manera. La vida tranquila y común yo no la conozco porque estoy programada para el escándalo. Donde estoy yo, está la discusión, las cosas controvertidas, lo otro no lo conozco.
–¿Por qué lo que usted dice siempre causa revuelo?
–Porque la gente es hipócrita y yo no. La gente tiene recovecos, quiere quedar bien, son lamebotas. Yo no lamo botas, ni quiero quedar bien.
¿Qué hay en la María de hoy de la muchacha que dejó Álamos, Sonora, y posteriormente llegó al cine?
–La gente anda diciendo que nací en Quiriego, que es un pueblito de Sonora, en el valle del Yaqui, pero no es cierto, yo no nací ahí, ahí nació mi papá. Yo nunca viví en Álamos, la gente dice que soy de Sonora, pero pude haber nacido en Vladivostok.
¿De dónde es María, entonces?
–Yo me siento del mundo, de todas partes. Claro, tuve una casa sonorense, pero quiero mucho a mi ciudad de México. Este es un país de gran belleza y su gente es muy buena.
¿Qué es para usted lo más importante?
–La vida, pero no puedo describir qué es la vida. No hablo del corazón, porque eso es una víscera y yo no amo con el corazón sino con el plexus. Cuando se tienen responsabilidades en el trabajo, todo se hace con el plexus.
¿Qué implica para usted ser La Diva del cine mexicano y cuándo o cómo cree que esto se empezó a construir? 
–No conozco la palabra diva, nunca la he comprendido. Yo, ¿diva?, pues… diva le decían a María Callas. Yo soy fregona, una diva fregona, posiblemente. ¿Qué cuándo empezó esto? No sé. Yo he vivido en tantas ciudades y he visto tanta gente, que no sé, por eso es difícil seguirme a mí.
¿Existe una personalidad dual que conforme a María Félix y a La Doña en una?
–Yo no sé qué es ser Doña. Hice películas en las que me llamé así, y seguramente a la gente se le hizo fácil ponerme así, doña Bárbara o doña Diabla. El concepto que la gente tiene de Doña, lo vieron en mí y seguramente les cuadró bien.
¿Y a usted, le cuadra?
–A mí me da igual. Yo me llamo María de los Ángeles y las cartas me llegan con “Doña”.  Después del homenaje a Lara, me llegaron tantas cartas, que tendría que darle al cartero un sobresueldo. La gente se sorprendió, porque no es fácil poner estatuas en la ciudad de México y la gente comprendió que era justo. A ver dígame qué hizo esta señora Dolores para tener una escultura, hay una escultura de esta señora Dolores en Chapultepec. Yo hablé mucho con ella y ella me dijo que detestaba a los niños porque nunca los tuvo, sin embargo siempre estaba rodeada de ellos por la imagen que le daban, pero ella no hizo nada, en cambio, con todo lo que hizo Agustín Lara , él no tenía ninguna.
¿Qué tanto han influido las características de sus personajes cinematográficos en la construcción de un perfil femenino fuerte que reta al sexo masculino desde la belleza física?
–¡Cómo cree que…! Mis personajes nunca tuvieron nada qué ver con mi físico. ¿Usted cree que me parezco a una cucaracha? ¡Lo que se parece un elefante a una gallina, me parezco yo a una india! ¡Son mis entretelas! No tengo físico de india ni de arrastrada ni de puta. Para tener una carrera como la mía, yo aprendí a trabajar, a disciplinarme. Sin disciplina no se puede hacer nada y los actores que no la tienen, son desechables. Me costó trabajo aprender, porque es una disciplina llegar temprano, aprenderse los diálogos, adentrarse en un personaje, en una puta, una cocinera o una virgen.
¿Cómo es María Félix o cómo ha sido en las diversas ocasiones frente al amor por un hombre?
–Toda mi vida me han adorado, idolatrado. Desde chica, en la escuela. Yo nunca he sufrido por amor, pero cuando se vive con un hombre hay que tener disciplina y respeto. Los casados no le tienen miedo a las palabras. A los periodistas les digo merde porque me han insultado tanto a mí que no es posible más, pero a la gente que vive conmigo la respeto igual que a mis empleados, claro que no me arrastro ni beso el piso, pero hay diálogo, acercamiento. Yo no soy ejemplo para nada, para ser como yo se necesita mucho.
¿Es fundamental que un hombre sea artista para que le resulte atractivo? Me refiero a que Lara, Negrete, Tzapoff lo eran…
–Un pintor tan bueno como Tzapoff, con un talento, un físico, una juventud, una cultura, una inteligencia… Tengo que estarle muy reconocida a la vida por haberme dado todo eso. Lara, ya sabemos todos quién era, y Jorge Negrete… él no tuvo… Me gustaba ese amor desmesurado que me tenía.
¿Por qué le gustan las serpientes y los lagartos convertidos en joyas, qué le representan?
–Me gustan los animales. Una mariposa me parece una joya viviente, no soy una mujer cursi, pero puedo decir esto. Una serpiente es una joya que camina.
Dígame, ¿por qué se fotografiaba continuamente cigarro en mano?
–¿No serían ganas de fumar?
Espero que no le parezca estúpida la pregunta.
–Pues… casi casi estúpida, como no bebo…
Sucede que difícilmente una mujer se toma fotos de estudio con el cigarro o el puro en la mano.
–Yo fumo. A lo mejor, si bebiera, hubiera salido con un vaso de whisky. El que fume puro, es por amor, porque para poder aguantar el puro de mi marido, tuve que aprender a fumarlo yo. Necesitas hacerte un paladar para poder soportar ese tabaco negro y a mi marido le gustaba mucho. Murió de cáncer en el pulmón.
Octavio Paz escribió en el prólogo del libro fotográfico publicado el año pasado, que las estrellas son criaturas de aire y sueño. ¿Cómo puede alguien que se ha convertido en esa clase de estrella sobrevivir a la realidad?
–Yo les hago soñar muchas cosas que no son. El espectáculo es sueño, una actriz tiene que ser sueño. Cuando me dijo (Enrique) Krauze que no podía hacer mi biografía porque me tenía que investigar, yo le dije: Investigar a Pancho Villa, sí. A Porfirio Díaz, sí, porque ahí tienes que decir palabras precisas y datos , pero investigar a una actriz no se puede, porque una actriz es un sueño.
¿Qué opina de los homenajes, como el que recibió el año pasado por parte de la UNAM, Cineteca Nacional y RTC, y qué homenaje le falta a María?  
–Nunca he pensado en que me van a hacer homenajes. Es agradable el reconocimiento, pero nunca he pensado en eso. ¿Qué quiere decir un premio? ¿Qué soy la más fregona de todas? ¡Pues sí! Yo que tanto quiero a mi ciudad, creo que me echaron la viga cuando me lo dieron… No tengo tiempo para leer las cartas que me llegan, pero un homenaje… no. No me falta ninguno.
¿A qué se debe que después de 20 años de no hacer cine, su popularidad como actriz siga en ascenso?
–Yo creo que a la televisión y a que mis películas son muy bonitas, yo nunca las veo, pero son muy bonitas. No se parecen a otras y yo trataba de cuidar muchas cosas: los diálogos, me metía con los escenaristas, con los decoradores, , prestaba cosas de mi casa para que todo saliera bonito. El otro día me llevé a Antoine (Tzapoff) a Janitzio y nada más puse el pie ahí, una niña chiquita , como de cuatro años , me dijo: “¡Maclovia!”
Emilio, el Indio Fernández, llegó a decir que los mexicanos no sabían cómo eran, hasta que se vieron retratados en sus películas, ¿qué piensa usted de eso?
–Emilio decía muchas pendejadas.
¿Por qué no se realizaron los proyectos de Zona sagrada, Toña machetes y El extraño resplandor?
–Para El resplandor no hubo dinero; en México estamos muy pobres para esas cosas. Zona sagrada no se hizo porque me estaba chocando mucho Carlos Fuentes, se me figura una vedette, es un hombre con corazón de mujer, es un mujerujo, ya lo he dicho muchas veces.  Yo tengo corazón de hombre, pero digo hombre, no peleles ni homosexuales, esos nunca se podrán comparar a una mujer, por más que las mujeres quieran, y como no soy ejemplo de nada, puedo decir lo que yo quiera, porque sé que no van a estar de acuerdo conmigo.
–¿Por qué dice que tiene corazón de hombre?
–Porque todos los atributos buenos de un hombre, los tengo yo: valor, tanates, que no se ven porque están por dentro, pero yo creo que los tengo. Yo no conozco el miedo, así que se me figura a mí que tengo corazón de hombre.  Yo no soy la mujercita, ¡no, para nada!,, y claro, eso a la gente, sobre todo a las mujeres, no les gusta.
¿Qué puede decir del tan mencionado auge cinematográfico nacional de hoy y cuáles diferencias encuentra usted entre ésta y la época en la que participó usted?
–¡Usted me pregunta como si yo me la pasara sentada! Nunca he visto películas mexicanas. Ni antes ni después, y como copete ni siquiera las mías. Nunca he tenido amigos actores. He trabajado y sí tuve amistad con Gabriel (Figueroa) y un poco con Dolores (Del Río), ella era hipócrita, pero era interesante, porque era inteligente.
¿Qué cosas en la política cultural actual cree que debieran modificarse?
–La cultura está en un momento muy malo, aquí, quitando a Octavio Paz, a Krauze y a (Andrés) Henestrosa, yo no conozco muchos hombres escritores de gran cultura en México. En todo el mundo la cultura está mal ahora. La pintura, por ejemplo, se traduce en dinero. ¿Usted cree que son pinturas esos garabatos que pintó Tamayo? ¿Usted cree que Tamayo se iba a herniar por los monigotes que hacía? Algunos se los habrá hecho Olga, son tan fáciles de hacer… ¿Usted cree que eso es arte? Los pintores mexicanos nunca me han gustado. Tengo frente a mí un dibujo de Diego (Rivera) que tiene algunas cosas mal hechas. A mí Diego nunca me gustó y era mi amigo, y Frida (Kahlo) también. Ahorita, cuántos cuadros de ellos no tendría en mi casa, si me gustaran.
¿Qué pintura le gusta?
–Piero della Francesca, Velázquez, entre los españoles, más que Goya, Bellini, Rembrandt, Da Vinci, eso me gusta, pero eso ya nadie lo sabe porque esa técnica ya no existe. La escultura no me gusta. Me iban a regalar un Botero, pero imagínese: ¡toda mi vida he hecho dieta! No estoy loca para poner un Botero, él hace caricaturas.
Usted, que llega a México y se va por distintas épocas, ¿qué adelantos y retrocesos ha podido observar en su país?
–Encuentro una pobreza tremenda, enorme. ¿Cómo puede haber una cultura en mi país, si construyen 300 escuelas, pero en un mes va a haber 3 mil niños más. No es posible. Necesitan las mujeres enfriarse un poco las sentaderas, porque, ¡qué manera de tener hijos! Encuentro una pobreza enorme, pero en todas partes: aquí, en Estados Unidos y en Francia. Los gobernantes se dedican a hacer reuniones, pero deberían reunirse para arreglar este lado de la vida y darle de comer a la gente que se muere de hambre.
–¿Qué más observa, María?
–También ha crecido mucho el número de enfermos de sida, porque viene el Papa y nos hace polvo prohibiendo el aborto y los preservativos. Todo eso no es posible, viene el Papa y retrocedemos 10 años. La Iglesia es un enemigo, nos promete el paraíso, que no le cuesta nada.
¿Cómo define su relación con el poder, con el Presidente, por ejemplo?
–Es un personaje que tiene el poder seis años nada más y hay algunos que lo aguantan mejor que otros.
¿Cuál es su opinión sobre este sexenio? (en 1993, el de Carlos Salinas)
–Conozco poco, pero es difícil hacer algo, cuando los anteriores ya hicieron mal muchas cosas. Este presidente ha vendido muchas cosas, y es difícil, porque si no se tiene dinero no se sale adelante nunca. La gente dice que hablar de dinero es de mal gusto, pero el dinero es una maravilla porque te da libertad.
Ha expresado muchas veces su opinión sobre los periodistas, pero ¿qué puede decir de un periodista como Zabludovsky?
–Zabludovsky es mi amigo y tengo una gran estima y aprecio por él, pero yo a él nunca le estoy pidiendo nada y él nunca me está preguntando a mí. Jacobo es una gente seria y no se ha movido de donde está desde hace mucho tiempo. Es de primera clase.
¿Qué le gustaría decir o callar respecto a su relación con intelectuales como Paz, Monsiváis o Fuentes?
–No puedo callar nada. Soy fan de Paz. Octavio es el dueño de la palabra. Cualquiera de sus poemas me encanta. No soy su amiga, soy su admiradora. Para mí, Octavio Paz es una relación distante, no lo veo nunca. Soy su admiradora. Aquí en su patria, no se le han hecho los honores que merece. El mundo entero lo reconoce, cuando en el extranjero se habla de México, se habla de él, porque afuera sí lo conocen.
¿Con qué partido político simpatiza?
–Esa contestación no se la puedo dar porque no conozco a los candidatos.
¿Qué le pediría a Carlos Salinas de Gortari, ahora que se acerca el final de su mandato?
–Yo ya pedí lo del Centro Histórico y ya lo han arreglado, vamos a ver si dura.
¿Qué sugerencias haría al próximo mandatario?
–Es algo interminable. Yo, de verdad, no rehúyo la pregunta; no puedo contestar idiotamente sin conocer a nadie. En México sólo conozco al regente, a los procuradores, a Jorge Carpizo, que tiene un buen cargo y lo desempeña bien. Hay gente de primera en este país como Manuel Camacho y Diego Valadez.
¿Puede adelantar algo respecto al libro que va a publicar próximamente?
–Nada. Ya lo va a leer usted, yo no soy la que lo va a leer. No es exactamente una biografía, son cosas, opiniones. Cosas que yo digo y no que un chafa me inventa.
¿Volverá al cine?
–No he pensado en eso.

Sin haber pensado “en eso”, María Félix volvió a París, donde no arma tumultos, a menos que haya sido porque cuenta con cuadras de maravillosos caballos. Ella se va, porque está programada para vivir de manera diferente.
–Mire, me voy porque yo no extraño nada, ni el chile relleno, ni el pinole.
¿Ha pensado en dejar algún legado a su país?
–No. No he pensado en dejar legados. Cuando uno se muere, tres o cuatro días hablan de uno y después ya se olvidan. Cuando uno ya se fue, vienen otros detrás.
¿Qué le falta por hacer?
–¿Por hacer?… Morirme. Bueno, también me falta quitar esa cosa amarilla, horrible, de Avenida Juárez.
¿El Caballo de Sebastián?
–No sé cómo se llama, pero sí, esa cosa. Y también esa otra cosa larga de tubos de colores que está en Chapultepec, donde estaba el acueducto. Pase usted por ahí y verá qué golpe de ojo…